Creo que nunca he llegado a registrar tantos olores como cuando estuve en Nueva York. Un batiburrillo que, dependiendo de dónde me encontrase, añadía más o menos matices a la colección. En el SoHo, por ejemplo, la composición podía ser la siguiente: el aroma del café de carrito por 1$ + el olor a fritanga de la hamburguesería de la esquina + el asfalto recién regado + el gas de los coches + la basura por todas partes. Si te paseabas por alguna callejuela cercana a Times Square, se añadía al mix el olor a humanidad estresada. Y si esperabas al ferry para cruzar a Long Island, se le sumaba una pequeña dosis de salitre y otra grande de pescado medio podrido.
Antes de ir a Nueva York, varias amigas me advirtieron de lo mal que olía y que, gracias a Dios, el olfato se te acostumbraba y podías andar por la calle sin ser consciente del hedor. Sino, era insoportable.
Pues bien, no sé qué pasó. O ellas tenían la nariz de un perdiguero o yo tengo el sentido del olfato completamente atrofiado, porque -entusiasmada- alcanzaba a distinguir entre esa masa deforme de “fragancias” un aroma que era todo menos malo. Era el de la libertad.
El olor a posibilidad, a aventura. A independencia.
En Contraperfume, Daniel Figuero, Fragrance Ambassador de la casa Dior, escribe que lo que a él le conquistó de la perfumería fue la evasión, el “no ser quienes somos, olvidar nuestra realidad, disfrazar nuestra esencia cambiando el olor que desprendemos y evadirnos imaginando que podemos retorcer la ruta del destino si nos esforzamos mucho y nos perfumamos en ocasiones”.
Yo no escogí un perfume, escogí una ciudad. Una ciudad que le regaló a una chiquilla de veinte años, cerca de Bleecker Street, eso que todos deseamos: tener la confianza de que puedes retorcer la ruta del destino.
Una ciudad que también me dio otro regalo, este sí ligado a un perfume. Me inició en la verdad que supone encontrar y recordar, da igual el lugar, el olor de esa persona a quien has sentido cerca. Supongo que no seré la única que ha inhalado, sin previo aviso, el olor de alguien a quien ha querido y que ya no está. En una parada de metro, en el pasillo de congelados de un supermercado. Ha notado como el corazón, segundos después y por un instante, le daba un retortijón. Porque, cual máquina del tiempo, sin pedirlo ni quererlo, te transportó.
Qué poder tiene el olor. Tan visceral, tan primario.
Como explica Figuero, todos guardamos recuerdos “grandiosos, nostálgicos, bellos o tristes, sobre gente, sobre experiencias que tienen importancia para nosotros, y podemos traerlos de vuelta aspirando un aroma”. Estos recuerdos quedan almacenados en la memoria a largo plazo y son asimilados de una forma un tanto extraña: en vez de trasladar la información al córtex cerebral, donde está nuestro juicio lógico, el olor va a ciertas zonas del sistema límbico, donde se almacenan recuerdos a largo plazo, y también emociones.
Por eso, cada vez que me cruzo con el olor de un Dunkin’, revivo el momento de comprar un donut de camino al trabajo y comerlo en la oficina del Bronx. Por eso, cada vez que huelo la colonia de ese chico del que estuve enamorada, mi mente evoca el momento en el que le abrazaba y aspiraba ese olor. Por eso, cada vez que huelo la crema de manos que usa mi madre, esté donde esté, recuerdo esas mismas manos agarrándome las mejillas y dándome un beso en el pelo.
Un olor es un dónde, un cuándo. Pero, ante todo, es un quién.
Haciendo referencia a este poema de Fernando Pessoa, Figuero se pregunta: “Si pensar una flor es verla y olerla, (…) ¿oler a una persona es pensarla?”.
Yo creo que sí.
Un detalle
Me encanta como, a lo largo del libro, Figuero se refiere al perfume como “jugo”.
Me parece una exquisita extravagancia.
Una frase
“Nos movemos en el terreno de lo bello, lo estético, lo agradable; del hedonismo y del placer que, según Wilde, para ser perfecto debía ser exquisito y dejar insatisfecho”.
Un párrafo
“Se puede ser respetuoso y divertido. Sincero y cálido. Las contradicciones forman parte de nuestra naturaleza tanto como el intento de comunicarlas. No olvidemos que el perfume es también una forma de comunicación, una manera de relacionarnos, que no admite corsés y que, aunque sea un negocio millonario, no salva vidas. Pero ayuda a disfrutarlas”.
Despierten sus olfatos y registren la vida.
Nos leemos pronto.
Hasta entonces, feliz lectura.